JUEVES, ENERO 03, 2013
(El Instituto Nacional es en Chile el mejor establecimiento educacional público de Chile, por lo cual, postular a este liceo cuesta una enormidad, es realmente frustrante no acceder a él, tanto para padres como para los estudiantes. Se entra desde 7º básico y se completa toda la enseñanza media hasta cuarto medio, y tiene una educación excelente. De allí, como lo mensiona Benjamín Gonzalez han salido muchos presidentes del país, y diversas personalidades por lo tanto, goza de gran prestigio y popularidad en todo el país. A nosotros, los que vivimos en regiones se nos hace agua la boca porque nuestros hijos (as) pudiesen acceder a este colegio tan prestigioso, pero no se puede ya que solo es para los jóvenes de la Región Metropolitana y tal vez con mucha suerte, Viña y Valparaíso...
Este discurso de Benjamín, personalmente lo aplaudo de pie, creo que tiene todos los condimentos que tiene esa clase de colegios tan "prestigiosos"... Lorena)
Difunden polémico discurso de alumno del Instituto Nacional
El discurso del joven encendió la polémica
Este discurso de Benjamín, personalmente lo aplaudo de pie, creo que tiene todos los condimentos que tiene esa clase de colegios tan "prestigiosos"... Lorena)
Difunden polémico discurso de alumno del Instituto Nacional
El discurso del joven encendió la polémica
Conmoción ha causado el discurso que presentó durante la ceremonia de graduación de los Cuartos Medios del Instituto Nacional, el joven Benjamín González. Esto porque el texto distó mucho del que había sido revisado previamente, dejando entrever una seria de críticas hacia el establecimiento.
El hecho fue dado a conocer por el diario Las Últimas Noticias durante el fin de semana, y generó un amplio debate en las redes sociales.
Acá el discurso completo pronunciado por el estudiante. Destacamos las frases más polémicas.
"Discurso de Graduación 2012 de 4os Medios del "Instituto Nacional”
Don Jorge Toro Beretta, Rector del Instituto Nacional
Don Raúl Blin Necochea, ViceRector del Instituto Nacional
Doña Carolina Toha Morales, Alcaldesa de la comuna de Santiago
Padres, apoderados, amigos y compañeros
Autoridades Varias y Vagas
Tengan todos ustedes, muy buenos días.
Antes de comenzar a leer estas líneas, con motivo de la Licenciatura de los Cuartos medios 2012, mi generación, me gustaría pedir perdón. Perdón a quienes después de revisar un discurso que yo envíe semanas atras, me autorizaron y dieron la oportunidad de leerlo aquí frente a ustedes. Disculpas porque las páginas que hoy leeré, son distintas a las de ese borrador. De otra forma no me hubieran dejado hacer este discurso. Disculpas y espero puedan entenderme.
Cuando me embarqué en la tarea de hacer un discurso con motivo de la Licenciatura, me encontraba con más dudas que certezas. ¿Qué digo? ¿Cómo, en cinco minutos, resumir mi paso por este colegio? ¿Cómo, en un discurso, intentar plasmar siquiera en su uno por ciento, la gama de sentimientos que poseo hacía El Nacional? ¿Cómo redactar algo, lo suficientemente digno para tan importante día?
En primera instancia, intenté hacer algo similar a los discursos que he escuchado, como presidente de curso, cada diez de agosto, en las ceremonias de aniversario del colegio. Hacer un breve repaso de la historia del colegio. Mi idea era empezar diciendo que el Instituto Nacional fue fundado como una obra del gobierno de José Miguel Carrera en 1813, tras la fusión de las casas de estudio del periodo colonial. Luego, tras la ofensiva de la Corona española por recuperar sus posesiones en América, e identificando al Instituto Nacional como un símbolo de la soberanía y la lucha por la emancipación, deciden clausurarlo. Bernardo O’higgins, cinco años después, con la Independencia ya asegurada, lo reabre para seguir funcionando, sin interrupción, hasta nuestros días.
También pensé recordar que han sido Institutanos, 18 presidentes de la República de Chile. Entre los que destacan nombre como Pedro Aguirre Cerda, José Manuel Balmaceda y, el poco mencionado en los discursos, Salvador Allende.
Pero no. Hoy no vengo a repetir ni recordarles lo que ya todos sabemos. (Para más información leer el artículo del Instituto Nacional en Wikipedia, muy interesante) Ni tampoco vengo a hablar en representación de todos ustedes, ni siquiera represento, como presidente de curso, la voz de mis compañeros. Cosa que no quita, que puedan hacer suyas estas palabras. Así como en la televisión, advierto: Las opiniones vertidas en este discurso no representan necesariamente el sentir de mi curso, familia, amigos ni colegio. Este discurso me represente a mí y solo a mí. Yo soy su único responsable.
Hoy, vengo hablar de aquello que todos como Institutanos callamos. De aquello que la historia oficial prefiere olvidar y dejarlo fuera de lo público. De aquello de lo cual todos somos culpables: las autoridades por ocultarlo bajo el manto de la tradición o el amor a la insignia, los Institutanos fanáticos que avalan y defienden irracionalmente conductas que rozan en lo enfermizo y los Institutanos que reconociendo la enfermedad, no hacemos nada al respecto: ni irnos del colegio, ni intentar cambiar algo.
Cuando entré en séptimo básico y me dijeron que el gran Instituto Nacional llevaba 193 años de vida, saqué la cuenta y pensé que si no repetía ningún año saldría para el aniversario 199. Un año antes del famoso Bicentenario. Hace 6 años me dio tristeza e incluso, un poco en broma un poco en serio, pensé que sería una buena opción repetir para ser parte de la “Generación Bicentenario”. Hoy, con la perspectiva que el tiempo me ha dado, considero como un símbolo de mi paso por este colegio el salir un año antes de la Gran Fiesta: nunca me he sentido lo suficientemente Institutano como para soportar un año entero de chovinismo Institutano. Incluso, fue uno de los argumentos a favor cuando decidí pasar de curso el año pasado, el no estar aquí para el bicentenario. ¿Por qué?
Recuerdo claramente el segundo día de clases del 2007, cuando llegó una profesora, y nos empezó a contar la historia de este colegio, además de decir que del Instituto Nacional han salido 18 Honorables Presidentes De La República, nos comentó que también habían salido de esta institución importantes forjadores de la patria, que cuando nos pasaran Historia de Chile en segundo medio sabríamos. Sin embargo, luego de que en el preuniversitario me pasaran Historia de Chile (en el colegio no la vi más de un mes), reconozco que la profesora obvió el contarnos varios detalles.
Detalles como que entre los 18 presidentes de Chile, no son pocos los que tienen las manos manchadas con sangre de este pueblo. A modo de ejemplo, Institutano fue Pedro Montt Montt, presidente de Chile que dio la orden de asesinar a 3.500 salitreros en el Norte Grande, conocida actualmente como la mayor matanza en la historia de nuestro país (después de los 17 años de dictadura, claro) hablo de La Matanza de la Escuela de Santa María de Iquique. También a mi profesora se le olvidó mencionar que Institutano fue Germán Riesco Errázuriz, presidente de la República en el periodo del auge de la “Cuestión Social” destacando la matanza a raíz de la Huelga de la Carne, la cual dejó un saldo de más de 300 muertos en las calles del centro de Santiago. Previamente, destacan dos tristes hechos en la historia de Chile en que Institutanos también han sido actores principales. Fue un Institutano Manuel Bulnes Prieto, quien sofocó la Revolución Liberal de la Sociedad de la Igualdad, causando decenas de bajas. Fue Institutano también, Anibal Pinto, presidente de Chile, quien nos condujo a una absurda guerra contra nuestros hermanos peruanos y bolivianos por intereses oligarcas. Esta guerra, la Guerra del Pacífico, causó 3 mil bajas en Chile y más de 10 mil bajas en los países vecinos.
Diego Portales también fue Institutano. Para todo el que sepa un poco de historia, cualquier aproximación resultaría vaga en tratar de explicar las obras de él. Prohibió, so pena de cárcel, el participar en chinganas. Instauró una nueva forma de castigo para los “criminales peligrosos”, azotes públicos. Conocida es su frase: "Palos y bizcochuelos, justa y oportunamente administrados, son los específicos con los que se cura cualquier pueblo, por arraigadas que sean sus malas costumbres.".
Pero, para terminar con este breve, recorrido histórico por la “Historia no contada” de los ilustres Institutanos, quisiera concluir con un deseo: El próximo año hay elecciones presidenciales. Ojalá el número de presidentes Institutanos no crezca hasta los 19. Me daría vergüenza que Laurence Golborne, un Institutano que hasta hace 3 años era Gerente General de Cencosud, (a saber: Jumbo, Paris, Santa Isabel, Costanera Center, entre otros) consorcio que paga $4.072 de patente al año, fuera presidente de Chile.
Más allá de la falsa historia que nos han intentado vender del Instituto, el principal problema que reconozco además funciona como parte básica, casi como un pilar que sostiene todo este aparataje institucional: los mitos y tradiciones.
Recuerdo cuando mi curso de séptimo básico conoció por boca de un profesor, una famosa frase que terminó dando vueltas por la cabeza de todos mis compañeros: “Errar es humano pero no Institutano” sin tener estudios algunos de pedagogía, ni pretender hacer un análisis psicológico de la educación, me parece que la pregunta cae de cajón: ¿A qué clase de profesor se le puede pasar por la cabeza decirle eso a niños de 12 años? ¿Por qué intentar separar al Instituano del humano común y corriente? ¿Tan inteligentes somos? Luego de vivir 6 años con esa frase, ¿Cómo se le explica a alguien que obtuvo 500 puntos ponderados en la PSU? Y que salió con un NEM y un Ranking por debajo de la media nacional.
Desde el primer día que pisé este colegio, sentí como todos los dardos y las acciones van dirigidas a un solo objetivo: el éxito. El éxito no como un instrumento para un fin mayor y más noble (la felicidad, por ejemplo). Sino como la meta final de la vida. Un éxito aparente eso sí, un éxito centrado sólo en lo económico: ser puntaje nacional, estudiar una carrera tradicional, casarse, escalar lo más alto posible en la empresa, comprarse una camioneta para pegarle la insignia del instituto en el parabrisas. Como dirían los Fabulosos Cadillacs: “En la escuela nos enseñan a memorizar: fecha de batallas pero que poco nos enseñan de amor”. Amor a lo que hacemos, amor al prójimo, amor a la clase o incluso a la humanidad. No, nada de eso. Sólo buenos puntajes para el día de mañana comprarse la camioneta 4x4.
Frases como esas son las que forman el carácter del general del alumno Institutano: petulante, soberbio, chovinista y exitista. Personalmente, no es ningún orgullo ser el colegio más odiado de los “emblemáticos” (y no me trago el cuento que nos decían los profesores que es porque somos los más inteligentes o los con mejores pololas) es porque de una u otra manera de verdad creemos que nosotros no nos equivocamos: porque somos Institutanos.
En este colegio desde que entramos, se nos ha inculcado el valor de la competencia y la discriminación. Las evaluaciones tienen que ser individuales. Para que así, la satisfacción del que se sacó un siete, sea personal. De él solo. Sin embargo en la vida: ¿Qué actividad se puede desempeñar solo? Ninguna. Nos educan en una burbuja idílica.
Cuando miro hacia atrás, pienso: ¿Qué valores aprendí en este colegio? Si todos hemos sido testigos de horrorosas frases estilo: “corran como hombres, no como maricones” “asuman sus consecuencias como machitos” “al colegio se viene solamente a estudiar” o “dejen la población en la casa” ¿Son acaso estas frases las que corresponden a un colegio que se jacta de estar forjado sobre los valores de la ilustración? No lo creo. Apropósito de los mismo, yo personalmente no he sido testigo, y tengo la impresión que es una conducta que va en retirada, pero hasta hace sólo un par de años, era común ver a un respetado y sacralizado profesor de este colegio, echando alumnos de la sala por negro. O suspendiendo aleatoriamente (Hacía formarse a un curso y decía: un, dos, tres: suspendido. Un, dos, tres: suspendido) sólo para demostrar su hipotético poder en este colegio. Ahora bien, de lo que sí he sido testigo, es de tratos abiertamente homofóbicos por parte de profesores hacia compañeros homosexuales: “Este colegio por gente como ustedes está como está, váyanse” y, en la misma línea he sido testigo de de profesores pegándole a compañeros (no combos ni patadas, pero sí empujones)
Estas son algunas de las cosas que hacen que yo no pueda sentirme orgulloso, como me han dicho que tengo que estarlo, de portar esta insignia. No podría sentirme orgulloso de ir en un colegio que la sola idea implica discriminación. Si la educación en Chile fuera buena en todos los establecimientos educacionales ¿Qué motivo habría para la existencia del Instituto Nacional? Ninguna. Si mi antiguo colegio me hubiese ofrecido la misma calidad de enseñanza que el nacional, yo no me hubiera cambiado. Pero me cambié porque no la ofrecía. Entonces, ¿Cómo sentirme orgulloso de haber dejado a 40 ex compañeros pateando piedras en mi ex colegio, para yo venir y “salvarme” de no patear –tantas- piedras? La sola idea suena aberrante.
No puedo dejar de mencionar lo sorprendente que fue para mí ver en la página del preuniversitario Pedro de Valdivia (de los mismos dueños de la Universidad Pedro de Valdivia, la cual tiene preso a su ex rector por el escándalo de las acreditaciones) un aviso que decía que habían firmado un convenio con el Instituto Nacional. El símbolo del lucro en la educación firmando un convenio con el símbolo de la educación pública. Es así como el CEPAIN lleva a la práctica sus comunicados “¿a favor de la educación pública? ¿Quién los autorizó para usar el nombre del colegio, a quién le preguntaron?” Patético.
Para concluir esta katarsis contenida por 6 años, me gustaría compartir con ustedes dos anécdotas que me ocurrieron este año en el colegio.
Corrían los primeros meses del año, cuando equis profesor preguntó en voz alta a todo mi curso: ¿Quién de aquí sabe qué es la comisión Valech o el informe Rettig? Ninguna mano se levantó. Nadie de un cuarto medio humanista del “Mejor colegio de Chile” lo sabía.
Y la segunda, casi en la misma línea: El 11 de Septiembre del año que se va, cayó martes. Día en el cual me tocaba por asignatura Historia electivo e Historia Común. En mi interior, cuando me dirigía al colegio pensé que por lo particular de la fecha, y por ser un curso Humanista usaríamos esas 3 horas para discutir respecto al tema. Craso error. Parece que era más importante las Batallas Napoleónicas en historia común y la Ley de oferta y demanda en historia electivo que las bombas de ruido que se escuchaban explotar en el colegio a esas horas de la mañana. Comentando con unos compañeros en el recreo la situación, recordamos que nunca, en los 6 años que llevamos en el colegio nos pasaron el Golpe de Estado (donde, paradójicamente, murió un Presidente Instituano). Es decir, haciendo el experimento que yo sólo sepa lo que me han pasado en el colegio y nada más, no sabría quién fue Augusto Pinochet en la historia de Chile. Repito: Cuarto medio humanista en el mejor colegio de Chile.
Ahora bien (aquí viene la parte emotiva) no podría ser tan hipócrita de sólo quedarme en la crítica. Digo hipócrita porque yo postulé al nacional porque quise y me quedé aquí también porque quise. Y es porque dentro de todo lo yermo aun existen pequeños oasis fértiles. Profesores en los que se puede confiar una palabra más allá de la materia oficial, profesores que entienden la educación más que como un “motor de asenso social” y que conciben al colegio más que como un preuniversitario de 6 años. Profesores de materias “no-psu” que luchan día a día contra el sistema para darle dignidad a su ramo. Y creo que lo logran, sus ramos son los más dignos de todos. Pedro Lemebel, un escritor chileno en una crónica rememorando sus años en el Liceo Manuel Barros Borgoño lo describe mejor que yo, cito: “Pero rescato de ese liceo, las clases progresistas que me enseñaron política, filosofía, literatura, poesía y otras lecturas más allá del horroroso Quijote en papel de biblia que después me lo fumé entero”. No daré nombres, pues sé como funcionan las cosas en este colegio y no quiero que vinculen a ningún profesor con este discurso, pero estoy seguro que ellos saben quiénes son.
Paradocentes que muchas veces te alegran el día con sus saludos y su disponibilidad desinteresada y casi religiosa para ayudarte. Los tíos auxiliares que a las 7.30 de la mañana cuando llegas a la sala y están sólo ellos barriéndola son tu primer “Buenos Días”, tías del Kiosko que nos prestaban microondas cuando a mitad de año dejaron de funcionar los del casino, y en general toda la gente que te conoce por tu nombre y no por tu apellido o número de lista, a todos ellos: gracias, infinitas gracias y espero no se dejen avasallar, porque sepan que tienen todo en contra.
Sin más que palabras de agradecimiento para, como dije anteriormente, lo fértil dentro de lo yermo, palabras de disculpas a los que me dieron la oportunidad de leer un discurso, palabras de desprecio para quienes hacen de este colegio un preuniversitario de 6 años deshumanizador, les digo a ustedes, compañeros de generación: éxito, pero éxito de verdad, del que incluye felicidad y crecimiento personal.
Y espero que con estas palabras no haya herido su orgullo Institutano, si fuera así, cumpliría mi deseo: “Sólo espero que el día de mi licenciatura, me reciban con gritos de odio”.
Compañeros, hoy, se acabaron los 12 juegos. Muchas gracias
Benjamín Gonzalez, Presidente del 4to F Humanista del Instituto Nacional"
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(«El amor a la libertad es imparable»)
Mi amiga Gladys / Por Pedro Lemebel
Desde qué lugar se podrá perfilar el peregrinaje de esta mujer, sobrevivida a las brasas históricas que aún humean el ocaso del pasado siglo. El tránsito biográfico de Gladys Marín por esta geografía, a veces toma el rumbo de una lágrima turbia que, en su porfiado rodar, fue marcando de lacre utopía el largo esqueleto del flaco Chile. Tal vez son varios los pasajes en la vida de ella que puedan activar su presencia en esta crónica, a modo de chispazos, de violentos y obligados traslados, de reclusiones, golpizas e instantáneas nómadas que, a pesar de su brusco acontecer, no marchitaron su enamorado ardor por la justicia y el desamparo de clase.
Quizás hay algo de frescor en la inagotable porfía de su discurso que reflota el sueño proletario en estos días de negociada transición. Algo de ella la perdura en el recorte primavero de aquella estudiante de provincia, que emigró a la capital para entrar a la Escuela Normal de Profesores, cuando todavía el mistraliano afán de la vocación pedagógica enamoraba niñas simples, muchachas sencillas deseosas de entregarse al simbolismo parturiento de la educación popular. Desde antes, las gloriosas feministas interceptaban el poder falocéntrico con sus discursos emancipatorios y panfletos militantes. Años jodidos para tantas mujeres que torcieron su destino doméstico, y en el desafío de la participación política liberaron su voz. Tiempos álgidos para una izquierda prófuga, fichada y abortada tantas veces por la exclusión. Días de borrasca para estas causas, siempre envueltas en la tensa demanda que encauzaba su tránsito de justicia social. «Su imparable amor a la libertad», siempre obstaculizado por los escollos conservadores y la rémora burguesa. Y ésa fue la atmósfera que enrieló el corazón de Gladys por la senda de un azaroso comunismo. El perseguido Partido Comunista de Chile, en el que tampoco era tan fácil para una mujer sumarse con dignidad a la biblia varonil de los próceres y al verbo del enérgico catecismo militante. Marchas, movilizaciones y plazas repletas de bravo pueblo eran el empuje de un multitudinario clamor. Y en esa apuesta, Gladys Marín se jugó la vida en verso y lucha, sangre y esperanza, represión y reacción armada; pulsiones populares bajo el cielo oprimido que alboraba el ilusorio tinte de un «rojo amanecer».
De todo aquello, quedaron restos de fogatas y fantasmales ecos que todavía resuenan en las manifestaciones callejeras del descontento. Sin embargo, en esos gritos, en esas consignas amortiguadas por el apaleo de la repre democrática, es en el único lugar donde la dignidad de la memoria anida inagotable. En esas explosiones de desacato, mujeres, estudiantes, jóvenes y obreros suman el sagrado derecho a la desobediencia, al desenfado con un gobierno que traicionó la adhesión popular que en el plebiscito le dio su apoyo. Aquellas movilizaciones que encabezó la izquierda en los ochenta, fueron el motor social que más tarde produjeron el cambio. El atentado a Pinochet nos hizo creer que el tirano no era invulnerable. Y fueron muchos lo que celebraron el desafío, por desgracia hoy esas figuras políticas, entonces de izquierda, en el traslado de estación se renovaron el pelaje. Los mismos que en el acomodo parlamentario se deshacen del ayer como si cambiaran de terno. Por cierto, tanta metamorfosis caradura no los sostiene, no sustenta sus discursos hermanados con el guante golpista. Cada gesto, cada visaje de coquetería con el amarre blindado de esta democracia, los caricaturiza, los desinfla fofos en la blanda papada de la negociada reconciliación.
Estas líneas adhieren cariñosamente a Gladys por cicatrices de género, por marcas de clandestinidad y exilio combatiente. Por ser una de las numerosas mujeres que capitalizaron ética en el rasmillado túnel de la dictadura y su fascistoide acontecer. Estas letras minoritarias se complicitan con ella en el develaje frontal del crimen impune y el mal aliento del tufo derechista que minimiza la tragedia. Pero acaso, bastaría con una sola imagen biográfica de Gladys. Tal vez visualizar su retrato de juventud, perseguida después del golpe, teniendo como telón de fondo la acuarela memorial del amado amante desaparecido, extraviado, perdido para siempre en la última imagen de ver pasar caminando la muda figura de Jorge frente a la embajada que a Gladys le había dado asilo. Y esa enorme distancia, ese abismo de vereda a vereda, esa zanja de apenas veinte metros, imposible de llenar por el tacto impalpable del abrazo imaginado, del abrazo pendiente, soñado mil veces en la noche inconclusa de la abrupta separación.
Tal vez bastaría con el aire de esa espera para concluir este texto, o para alargarlo hecho bandera de oxígeno, pañuelo de tantas causas de derechos humanos que esperan justicia y castigo a los culpables. El pasado y el futuro son presente en el río arterial de los pueblos, como un caudal subterráneo que corre sin freno, carcomiendo los andamios de la pirámide neoliberal. Pero más que aguas desbocadas que perpetúan una sola dirección, son voces, arrullos, gritos, discursos, como el de Gladys, que en su polifonía oprimida esperan llegar al mar.
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Foto: Carsten Meltendorf
Aparte de los poemas que incluimos aquí, ¿qué nos puedes adelantar de “Elabuga”?
-Elabuga o Ö··Û„‡ es el pueblo donde en 1941 se ahorcó la poeta Marina Tsvietáieva. Quizás en su versión definitiva lleve otro título, pero quise que tuviera, en este formato provisional, esa referencialidad directa, pues cada poema trata o se vincula sólo a eso, a la muerte voluntaria por ahorcamiento. La conexión de nombres es una coincidencia, que viene de la génesis de este libro, vinculado estrechamente a mi desazón y las ganas de esfumarse “por mano propia”.
ELABUGA
“No he hecho de mi musa una ramera”, dijiste el 2008 aquí mismo en relación a los años que pasaron entre la publicación de tus libros “Metales Pesados” (1998) y “Alto Volta” (2008).
-Así es.
Habiendo pasado entre éste último y el que ahora viene nada más que tres años, ¿podríamos hablar de un destape de tu musa?
-Decía Umbral que la poesía es un sacerdocio en el que no se cree. Pero la falta de fe no implica falta de disciplina y a ese “magisterio caligráfico” no he renunciado. Diez o tres años no importan sino como resultado de un proceso. Este nuevo libro no quería tratar de lo que trata y tampoco ser expulsado de manera prematura. Estaba empeñado en escribir un libro multivocal y siempre dialógico, que continuara solfeando la lengua de lo que me interesa como sujeto y hablante, no sólo poético, sino también político: el poder cognitivo de la metáfora y su capacidad para herborizar e hiperbolizar el cómo las diferencias se transforman en desigualdades, ya sociales, ya culturales. Producto de una sumatoria de hirientes circunstancias personales, el resultado no fue el que esperaba y brotó un libro fuera de mis afectos, con esa dificultad tópica y estética, lugar común de los comunes, que es la muerte o donde todo procura morirse. Se cumple, quizás, aquel aserto del que yo había huido como de la peste: poesía es lo que le acontece a uno. O también, la poesía acontece, no la posee uno. En fin… “Vuestra enfermedad es un libro” decía Tzara.
Es decir, la biografía metió la cola entre tu musa y el oficio.
-Es probable. Aunque son las malas circunstancias las que provocan el libro, la fijación por este tipo de autoeliminación me ronda hace tiempo. Meses después de que Alfonso Alcalde se suicidara en mayo de 1992, entré al lugar donde lo hizo, un cuarto feble y precario que hacía de despacho donde se colgó con su propio cinturón. Me llevaron Darwin Rodríguez y Egor Mardones, poetas amigos y, en el caso de Darwin, acompañante parroquiano de los últimos días del autor. Yo recién publicaba mis primeros poemas en antologías y revistas y ellos me contaban los esfuerzos de Alcalde para que le publicaran sus nuevos libros o le dieran la remota esperanza de ubicarlo en algún convento o en un asilo. En su desesperación, no alcanzó a enterarse que días antes el gobierno le había concedido una pensión de gracia. Su viuda Ceidy contaba que Alfonso tenía una frase que repetía siempre: “qué horror”.
Qué horror.
-Esa muerte y ese cuarto en mi memoria y en mi propia pesadumbre me llevaron a darle un espesor de sentido y no sólo de sonido a los textos del libro. Creo que poesía y ahorcamiento se confunden, hasta hacer decir a Jack Spicer que “la poesía termina en una soga”. Por ello no creo en la cobardía veloz de la pistola, sino en la valentía parsimoniosa de la soga.
Noto que de todos modos te resistes a que la poesía sea “lo que le acontece a uno”, y en ese afán insistes en filtrar cierta reflexividad conceptual en estos poemas.
-Quizás, pero no se trata de sumarle pedantería al dolor, sino de entender, de darle fundamento a mi probable muerte utilizando esta metodología, que desde el punto de vista sociocultural –fui descubriendo– es muy potente.
¿Por qué tanto?
-El enigma de la autoestrangulación está resuelto a partir de la abundante evidencia empírica: edades, pesos, tipos de cuerda, altura de las caídas, huellas en la cerviz. Lo cierto es que el colgado no sólo muere por asfixia, es decir, por la presión directa de la tráquea o laringe, sino también por aplastamiento vascular (la constricción del cuello y los vasos cervicales detienen la circulación sanguínea cerebral) y, de manera colaborativa o directa, por el daño en el sistema nervioso central que provoca trastornos respiratorios y cardíacos e inhibe los reflejos necesarios del automatismo de la vida. Sin embargo, sobre el deceso de la biología, una red de sentidos y significados acompañan la ahorcadura como método y distinguen –de otros suicidas– al colgado.
COLGADOS
¿Qué es lo distintivo del colgado?
-Fíjate en la fotografía que imprima el que se anuda a sí mismo: el rigor del cuerpo, su vaivén bajo la cuerda tensa, el rostro congestionado. Una dramaturgia que compone un mensaje de horror al cosmos a través de una boca que quiere decir muchas cosas y no puede. O, según el gesto y su apertura, la venganza de quien tiene la última palabra sacándole su lengua al mundo. Izarse-escribirse, no para sentirse bien, sino para que todos se sientan peor.
Es una imagen que golpea duro y lo deja a uno, como el muerto, con la boca abierta.
-Claro, su semiótica es devastadora porque perturba, de sobremanera, el uso que el autoestrangulado hace de su cuerpo. Este ofende la propia concepción antropológica de la muerte occidental con un gesto cercano o liminar al de un kamikaze –en rigor, tokkōtai– que lanza su organismo al otro para llevárselo consigo. Vale decir, el ahorcado pareciera inscribir su propia muerte en la prolongación de la vida dejando la espectral disposición de su cuerpo como daño. De ahí que real y simbólicamente –intuyo– el ahorcado no se acaba, sólo se “suspende”: está casi de pie y pareciera equilibrarse verticalmente como un vivo. “La poesía no muere, sólo duerme”, diría Alcalde. Pienso que la violencia semántica del método tiende a engrosar el tabú del suicidio.
¿Por qué?
-Porque duplica su efecto en aquellas zonas sin habla de nuestra cultura, por cuanto sintetiza su literalidad: aunque la vida debe, imperativamente, ser vivida según la matriz cultural judeo-cristiana, el colgado resiste al predicamento como agente activo, necroempoderado, es decir, gana perdiendo. Y ojo, esto lo vio Villón en “La balada de los ahorcados” y lo vio Rimbaud en su “Baile de los ahorcados”.
Pero más allá de lo individual, ¿qué injerencia tendría la cultura y la sociedad en el uso de esta metodología suicida?
-Creo que las razones por las que alguien levanta la mano contra sí mismo descritas en el libro clásico de Emile Durkheim “El Suicidio” –egoístas, altruistas, anómicas y fatalistas– tienen una firme vigencia tratándose del ahorcamiento. Más allá del peso de lo social en la constitución de la melancolía, el vínculo probado del uso mayoritario de este procedimiento en las clases subalternas lo dota de una señal en sí, que nos habla directamente de un sistema que ha excluido al sujeto de los beneficios axiales de vivir en sociedad, incluyendo las modalidades para darse muerte. De esta forma, la democracia del método radica en la simpleza y el expedito acceso al mecanismo, que aún en la absoluta precariedad mental y material, está a la mano de cualquier mortal. El ahorcamiento aparece, de este modo, como un indicador del estado de bienestar de un individuo en sociedad utilizando una simple amarra para reflejarlo. De otra forma, ya lo había dicho Thomas Mann: el que nace para ser ahorcado nunca morirá ahogado.
¿Esto se da en el caso de los muchos ahorcados que citas en el libro?
-Conjeturo que hay algo en el ahorcamiento que apunta de manera más recta y asertiva al cuerpo social que otros métodos. El caso de Tsvietáieva es clarísimo. Después de infinitas desgracias que recorren sus años, Marina se enterró en su espejo. Cuando su marido se une al Ejército Blanco queda sola en Moscú con sus dos hijas pequeñas, sin dinero, trabajando por un plato de papas. A poco andar debe desprenderse de una de sus dos hijas para sobrevivir –Irina– la que termina muriendo de hambre en un asilo para infantes. Tiempo después, su otra hija (Alia) sería arrestada y confinada a un campo de concentración. Si, como dice Thomas Bernhard, el suicidio es la corrección de la vida, autoestrangularse pudiese ser la corrección de lo social. Suspenderse sería clausurar voluntariamente el tiempo individual para detener el tiempo colectivo… Porque para eso está el tiempo, para matar.
Lamentablemente, tú mismo en el libro has muerto ahorcado, ¿cómo se te vino a la cabeza esa muerte, “no por artificiosa menos terrible” al decir de uno de los que te escriben obituarios?
-Bueno, porque fuera del libro tenía intención de estarlo. El libro es la solución interna, una secuela espectral si se quiere, pero no menos material, de estar disuelto.
¿Y cómo fue ir leyendo esos obituarios cuando iban llegando a tu correo?
-Los obituarios son, quizás, los únicos rastros de continuidad de los procedimientos de mi escritura en relación con los libros anteriores. Tienen que ver con la etnografía imposible, convertirte en observador participante de la muerte por ahorcamiento y regresar con tu cuaderno de campo para describirla. La solución fue construir una realidad discursiva que me dijera muerto, enfatizando su eficacia simbólica. De cuando en cuando aparecen este tipo de actos –obituarios a personas vivas– por error, chanza, amenaza o venganza. Pero de lo que se trataba aquí era de invitar a algunos amigos a contarme en pasado para vivenciarme en ellos muerto. Me acobardé por mucho tiempo en utilizar esta metodología, maridada con la performatividad de las palabras, con su poder “realizador”, pero de otra manera no podía expulsar un libro que era homólogo a un trecho de vida que quería liquidar por doloroso.
¿Cómo respondieron los convocados?
-Algunos amigos se negaron, otros no pudieron terminar, angustiados, porque es un ejercicio que implica y co-crea la muerte del otro, es decir no querían experimentar una desaparición, o ser cómplices de una forma macabra de materializarla. Otros me emplazaron a no jugar, ni simbólica ni discursivamente, con la parca. Fue chocante ver los primeros obituarios que llegaron. Hubo uno de mi vecina Verónica Zondek y familia, que me dejó con mucho miedo. Julepe es la palabra justa.
¿Cómo era?
-Tenía mi cara en un círculo de loza, con palabras muy serias sobre un occiso que era claramente yo. Todo este material sirvió no solo para alimentar y retroalimentar algunos textos, sino también para allegarme un poco más a los vivos y rearmarme como sujeto.
EDUCACIÓN
Desde hace 6 meses, y con menos de 40 años, eres Decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la U. Austral. ¿Qué tenías planeado hacer inicialmente y cómo cambió la mano con el movimiento estudiantil?
-Son bastantes iniciativas y no se contraponen –salvo por los tiempos– con muchas de las demandas del movimiento estudiantil. Las humanidades y las ciencias sociales han sufrido una enorme postergación en Chile. Las diferencias disciplinarias se transformaron, desde el Golpe de Estado, en desigualdades institucionales. Nuestra propia Facultad ha pagado altos costos en estos últimos 40 años por lo mismo.
¿Como cuál?
-Como la expulsión de gran parte de su masa crítica –en 1973, 1981 y 1995– a través de procesos verticales y arbitrarios de reestructuración organizacional. La Facultad de Jorge Millas, Luis Oyarzún, Guillermo Araya, Félix Martínez Bonati, entre otros destacados colegas, se ha ido fortaleciendo progresivamente en investigación, docencia y extensión, pero requiere, por su complejidad, un aumento de sus cuadros académicos, una mayor flexibilidad organizacional para trabajar interdisciplinariamente, e infraestructura, entre otros aspectos. Junto a mi equipo y un espíritu unitario y cooperativo de todos los colegas, hemos avanzado en algunos ámbitos en medio de esta crítica coyuntura.
Has estado muy involucrado en el movimiento; ¿qué lectura haces del presente y futuro de éste? ¿Alguna indicación de ruta que te gustaría dejar planteada?
-No sólo yo, obviamente muchos estudiantes y la mayoría de los colegas y funcionarios de mi Facultad, desde sus distintas tribunas y quehaceres, han estado participando responsable y activamente en este movimiento, lo que nos enorgullece. Lamentablemente el gobierno comenzó a extorsionar a los estudiantes, docentes y administrativos de manera indirecta, estrangulando financieramente a las universidades del CRUCH, condicionando el aporte de aranceles y becas. Con ello han intentado provocar guerras intestinas entre los distintos estamentos, creyendo aplacar, de manera cobarde, la legitimidad de las transformaciones.
¿Y qué se hace?
-Ante esta situación creo que hay que salvaguardar la viabilidad institucional –no podemos quedar en una situación aún más precaria de la que estábamos– respetando la posición que ocupa cada actor en la estructura del conflicto. No obstante, se debe persistir en la unidad de sentido y propósito del movimiento, dotando de musculatura a los puentes de convergencia para avanzar en la cristalización de las demandas. La atomización y el ensimismamiento nos puede llevar, incluso, a una posición regresiva. Es curioso este movimiento.
¿Por qué?
-Han confluido aquí las energías contestatarias de la generación de los 80, anestesiadas y frustradas en estos 20 años, con la de los estudiantes. Los padres biológicos y culturales de las y los jóvenes actuales se han hecho cómplices activos de los cambios que les fueron negados para “proteger” la democracia. De ahí su envergadura: padres, hijos y nietos están de pie y en la calle. Algo inédito. En la Reforma Universitaria del 67 los padres estaban aterrados de lo que hacían sus “niños”. Lo mismo en la década del 20 a partir de la influencia del cordobazo argentino en 1918 y, salvando las diferencias ideológicas, lo mismo sucedió con el putsch del 38: una parte del mundo adulto les dio castigo de inmediato y mató a los 59 jóvenes “soliviantados”.
JUVENTUD Y CAMBIO
¿Qué porción de tu tiempo le dedicas actualmente a la antropología? Si alguna, ¿en qué estás?
-He trabajado sobre representación etnográfica y literatura, pero de manera central y desde hace bastantes años investigo sobre identidades juveniles y lo sigo haciendo en el tiempo que me queda. Acabo de terminar un proyecto sobre el surgimiento de las primeras culturas juveniles en Chile -entre 1955 y 1967- abordando desde una perspectiva biográfica y documental la diversificación de estas identidades y su impacto en la sociedad, desde “carlotos” y “coléricos” hasta “a go-go’s”, “sicodélicos” y “revolucionarios”. Sigo publicando artículos científicos y capítulos de libros sobre el tema y resulta interesante contrastar diacrónicamente lo que sucedió en Chile a fines de los 60’ con lo que ocurre ahora.
¿Qué se ve al contrastarlos?
-Hace algunos meses cotejando historias de vida con archivos de prensa microfilmados, pude recrear lo que observó, con perplejidad, el día sábado 12 de agosto de 1967 una parte importante de la sociedad chilena: alarmantes titulares, acompañados de sendas fotografías, aludían a similares protagonistas: “Estado de Sitio en la Universidad Católica. Prorrogan huelga por otras 24 horas” rotulaba el diario La Tercera de la Hora, mostrando una imagen con jóvenes universitarios envueltos en una feroz gresca con un sacerdote, en medio de las primeras movilizaciones estudiantiles que condujeron al proceso de Reforma Universitaria. “Descomunal lío en el Coppelia. 50 detenidos; lucharon policías y público”, encabezaba La Segunda, junto a una instantánea tomada en Avenida Providencia de Santiago donde una multitud de jóvenes huía de la acción represiva de carabineros y el guanaco.
Titulares que perfectamente podrían leerse hoy en esos mismos diarios.
-Son dos hechos que no sólo muestran la superposición de dos episodios de violencia pública y juvenil –con el consiguiente “pánico moral”-, sino también exponen y amplifican el protagonismo adquirido por los colectivos juveniles en el país y sus mutaciones identitarias (estudiantes rebeldes, comprometidos, versus melenudos y “minifaldistas”). Juventudes que desde mediados de la década de 1960 metabolizaban con especial fuerza los cambios socioestructurales, políticos y simbólicos acumulados y sedimentados desde los años 50. No hay asombro: hoy como ayer, las y los jóvenes resultan ser metáforas del cambio social. Son un tropo real de una sumatoria de transformaciones que se incubaron, están eclosionando y alterarán no sólo el sistema educativo, sino el modelo de sociedad.
[1999-2011]
Querido Leopold lee esto muy, muy despacio
Y créeme que no tengo otra forma de decirlo.
Si hasta aquí has leído de prisa
Te pido vuelvas a comenzar de nuevo.
No me atrevo a pulsar tu número
Y quemar el poco aliento que nos queda.
No seré quien arriba, no seré quien parte
Para quedar en la mitad y vacía.
No te apresures, no te fíes de mi brevedad
Porque este día pardo terminará en el mismo día pardo
Que persistirá inmutable en otro día pardo.
Querido mío, hoy a las cuatro y treinta de la madrugada
Nuestro hijo nos dejó. Sus ojos ya no muestran ni sienten dolor.
Perdóname. He perdido un cuerpo para llegar
Y he perdido un cuerpo para regresar.
[robert & jules]
La vida, breve y aun así
Nos aburrimos.
Pido unas tijeras que corten
Una ventana que abra
Una viga que sirva
La cuerda que tensa no es una cuerda
Es una tilde sobre la cabeza
Así te enteras que fuiste una grave
Y no una aguda terminada en Ese
Y que la gente que sufre
No tiene por qué ser buena.
La vida, breve
Y aun así nos aburrimos.
Dejar los brazos cansados de su gesto
En juego obligado con la boca
Y las rodillas recordando su genuflexión.
Piensa luz y anota sombra:
Qué es una vida si la miras
Qué es un sombrero sino te queda.
elabuga
poemas de anticipo
yanko gonzález
ediciones kultrún
valdivia, 2011
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